Vigilia pascual
Queridos hermanos: hace cuarenta días iniciamos un camino con los ojos puestos en una meta bien precisa: celebrar la Pascua de Cristo, su triunfo sobre el pecado y la muerte. Hoy hemos llegado a la meta. Ella convierte a esta Noche en la noche más grande e importante del Año Cristiano; más aún de toda la historia de la humanidad.
En esta Noche nos alegramos, ante todo, del triunfo de Cristo. Él no ha quedado en el sepulcro; su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos. Nos alegramos porque –como hemos proclamado en rito del cirio pascual- es el Alfa y la Omega, y existió no sólo ayer sino también hoy y por toda la eternidad.
Y nos alegramos también porque su triunfo es nuestro triunfo. Porque si Cristo no hubiera resucitado, no habríamos sido reconciliados con Dios, estaríamos todavía bajo el dominio del demonio; la persona humana no tendría más horizonte que los años que durase su vida en la tierra; no valdría la pena luchar por el triunfo de la verdad, de la justicia y del amor. A la postre, todos los esfuerzos humanos terminarían en la nada. El hombre mismo se convertiría en nada. Por eso, no exageraba san Pablo cuando decía: si Cristo no ha resucitado todo es una mentira, nada vale la pena, los cristianos somos los más desgraciados de los hombres y los apóstoles somos unos impostores.
Pero Cristo ha resucitado, ha vencido a la muerte, ha triunfado sobre el pecado y el mal y ha abierto a los hombres y a la humanidad el camino que la lleva a vivir para siempre con Dios y alcanzar en él una vida que dura para siempre y en la que la felicidad será siempre nuestra única compañía. Ya no habrá más lloros, ni más dolor, ni más muertes, ni más desgracias, ni más sufrimiento. Todo eso habrá pasado para siempre.
Por eso, todo hoy es nuevo. Nueva es la luz que hemos sacado al principio de la celebración; nuevo es el cirio pascual; nuevas son las formas que consagramos y comulgamos; nuevas son las flores; nueva es el agua bendecida. Ha tenido lugar lo que proclamaba la primera lectura: una nueva creación. La Resurrección re-crea todas las cosas, las hace nuevas, las devuelve la belleza con que salieron de las manos del Creador. Incluso, la nueva creación es superior a la primera.
También ha tenido lugar lo que proclamaba la lectura del mar Rojo. Jesucristo es el nuevo Moisés que nos ha liberado de la esclavitud del Egipto del pecado y nos ha introducido en la tierra de los hijos de Dios. Jesucristo se ha adquirido un nuevo Pueblo y avanza con él por la historia, rumbo a la Jerusalén celeste.
Tiene razón la liturgia para invitarnos a cantar llenos de alborozo: “Aleluya, aleluya, aleluya”. Alabad a Yahvé, alabad a Yahvé, Alabad a Yahvé.
Cuando renovemos nuestros compromisos bautismales, demos gracias muy sentidas a Jesucristo, porque ha querido que –gracias a ese maravilloso sacramento- tengamos una participación real en su muerte y resurrección. Y pidámosle que nos renueve interiormente, para que seamos discípulos suyos cada vez más fieles.