Mons. Mario Iceta: «Solo el Señor puede entrar en el núcleo del corazón»
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Con la celebración de la Santa Misa de la Cena del Señor en la tarde del Jueves Santo, presidida por Mons. Mario Iceta Gavicagogeascoa en el altar mayor de la catedral de Burgos, la Iglesia ha comenzado este Jueves Santo el Triduo Pascual, «una única celebración en tres momentos», como ha recordado el arzobispo en su homilía: la institución de la Eucaristía, la Pasión y Muerte del Señor, y su gloriosa Resurrección.
La celebración eucarística ha estado concelebrada por el arzobispo emérito de Burgos, Mons. Fidel Herráez Vegas, y por parte del Cabildo Metropolitano de Burgos, encabezado por el deán-presidente, Félix José Castro Lara, y el vicepresidente y abad de la Semana Santa, Agustín Burgos Asurmendi. La Catedral se ha llenado de fieles que querían participar en la misa del Día del Amor Fraterno.
Durante su predicación, Mons. Iceta ha propuesto una meditación en torno a cuatro momentos fundamentales que articula la liturgia del día: la Pascua judía, la institución de la Eucaristía, el lavatorio de los pies y el mandamiento nuevo del amor. Cuatro escenas que muestran, en sus palabras, «el paso del Señor por el mundo, por nuestras vidas, el paso de la muerte a la vida definitiva».
Al comentar el origen de la Pascua, el arzobispo ha evocado las palabras del salmista —«yo invoqué con ansia al Señor, Él se inclinó, escuchó mi grito»—, para recordar cómo el pueblo de Israel fue liberado de la esclavitud en Egipto. «En tu angustia clama al Señor», ha exhortado, «Él te escucha y pondrá en tu boca un cántico nuevo, el canto del Espíritu». Esa liberación, sin embargo, no es una vida sin dificultades: «la libertad no iba a ser una fiesta», ha advertido, aludiendo al largo caminar del pueblo en el desierto y sus quejas ante Dios. Por eso, citando a santa Teresa de Jesús, ha recordado que «es tiempo de caminar» también para el cristiano, confiando en que Dios le acompaña, incluso en los momentos más oscuros.
En su segunda reflexión, centrada en la institución de la Eucaristía, Mons. Iceta ha destacado la conmovedora actitud de Jesús en las horas previas a su Pasión. «No lo tenía fácil para celebrar la Pascua», ha señalado, recordando cómo el Señor permanecía escondido en Jerusalén por miedo a ser detenido. Aun así, organizó la Cena Pascual de un modo sorprendente: «No hay cordero en esa cena porque Él es el cordero, y no hay templo porque Él es el templo». En ese contexto, ha explicado el profundo sentido de la entrega de Cristo en la Última Cena: «Tomad y comed, os doy mi cuerpo; tomad y bebed, mi sangre».
«Solo la vida de Cristo nos perdona», ha asegurado el prelado, subrayando que el Señor no espera que le ofrezcamos sacrificios, sino que seamos capaces de entregarle nuestros pecados y sufrimientos. «No hace falta que me ofrezcas nada —ha dicho evocando las palabras del mismo Cristo—, en todo caso, ofréceme tus pecados y sufrimientos para que yo los lave, para que yo los cargue sobre mí». Solo así, ha continuado, podremos experimentar la libertad de quienes han sido abrazados por un amor infinito.
El tercer gran momento de la liturgia del Jueves Santo, el lavatorio de los pies, ha sido también objeto de una profunda meditación. «Los discípulos discutían quién era el mayor mientras Jesús iba a dar la vida», ha lamentado el arzobispo. Ante esa ceguera espiritual, el Señor realiza un gesto desconcertante: «Se quita el manto, toma una toalla y se pone a los pies de los suyos como un esclavo». Y sin embargo, en ese acto de humildad hay un profundo mensaje: «no solo el Señor se hace esclavo, sino que nos hace a nosotros señores».
Deteniéndose en el pasaje de san Pedro, Mons. Iceta ha explicado que aceptar que el Señor nos lave los pies implica reconocer nuestra fragilidad. «A veces no sé qué es más difícil: dejarse ayudar o ayudar», ha afirmado. «Cuánto nos cuesta pedir ayuda porque revela nuestra pobreza, nuestra indigencia… y sin embargo Jesús se dejó cuidar». Por eso, ha invitado a los fieles a vivir también esta doble actitud: humildad para ser amados y generosidad para amar: «Amar es servir, amar es lavar, amar es tomar a los demás como señores».
Finalmente, el arzobispo se ha detenido en el mandamiento nuevo del amor: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis como yo os he amado». Un amor, ha reconocido, que nos supera: «Si somos sinceros diremos: Señor, no puedo. No puedo amar como Tú me amas». Pero, precisamente por eso, Jesús promete enviar el Espíritu Santo, «el Paráclito que os hará ver de un modo nuevo, que os dará un corazón nuevo». De ese modo, ha afirmado Mons. Iceta, podremos vivir según el deseo más profundo del Señor: «que donde yo estoy estéis también vosotros».
Conmovido al evocar la escena en la que Cristo lavó los pies incluso a Judas —«cómo lo miraría el Señor, a ver si se resquebrajaba su corazón»—, el arzobispo ha concluido su homilía invitando a la comunidad a vivir el misterio del Jueves Santo con gratitud y con una renovada disposición al servicio. «Ojalá que nos dejemos esta tarde lavar los pies, nos dejemos invitar a su mesa santa y de aquí salgamos para hacer lo mismo: que todos sean señores y nosotros, como el Señor, servidores y anunciadores de una esperanza y de una misericordia que devuelva la luz y el amor a todos aquellos que lo necesitan».
Tras la homilía, el arzobispo se ha quitado el solideo y la casulla y, arrodillado, ha emulado el gesto de Jesús en la Última Cena y ha lavado los pies de doce personas, entre los que se encontraban miembros de la Cofradías de las 7 Palabras y del Santísimo Cristo de Burgos.
Al concluir la comunión, el Cuerpo de Cristo que ha quedado ha sido solemnemente transportado al Monumento Eucarístico situado en la capilla de Santa Tecla. Ocho cofrades han portado el palio bajo el que Mons. Iceta ha llevado el gran copón que alberga la reserva eucarística de la Catedral. Con ese Cuerpo de Cristo se comulgará en la Liturgia Vespertina Solemne de la Pasión y Muerte del Señor que se celebrará el Viernes Santo. Tras rezar ante el Santísimo, en el altar efímero instalado en Santa Tecla, los celebrantes se han retirado a la sacristía.