Domingo de Ramos

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Plaza de Santa maría – 24 marzo 2013

Con la celebración de hoy hemos entrado en la Semana Grande de nuestra redención. Hemos comenzado acompañando a Jesucristo, que hacía su entrada en Jerusalén como Mesías, como Redentor que venía a cumplir la misión que su Padre le había encomendado, de dar la vida por nosotros. Como los niños hebreos, hemos cantado llenos de alegría y entusiasmo: «¡Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, hosanna en lo alto del cielo!». Desde hoy se multiplicarán las celebraciones litúrgicas y populares para seguir acompañando a Jesucristo; primero, en la humillación de su Pasión y Muerte, y, después, en el triunfo de su Resurrección gloriosa. Yo os invito a participar en esas celebraciones con amor y fervor.

Pero no podemos engañarnos. Si al final de la Semana Santa no nos hemos encontrado con Jesucristo en el sacramento de la Reconciliación y en la reconciliación con los hermanos, la Semana Santa habrá sido –en el mejor de los supuestos– vistosa y sentimental, pero no habrá sido la Semana que Jesucristo espera de nosotros. Si al comenzar la Semana Santa estamos alejados de él, porque hace mucho que no nos confesamos o porque llevamos una vida desarreglada; y, al final de la misma, no hemos confesado nuestros pecados y recibido la absolución, la Semana Santa no ha sido realmente tal para nosotros. Más aún, corremos el riesgo de convertir nuestro ‘hosanna’ de hoy, en un ‘crucifícalo’, en la tarde del Viernes Santo.

Acercaos, pues, hermanos, al sacramento de la confesión. Cuanto más lejos estéis de Dios de la práctica religiosa, tanto más razón para que este año os reconciliéis con Dios y con los hermanos. El Papa Francisco nos lo ha dicho con amor y claridad al poco de ser elegido Vicario de Jesucristo. Él nos ha dicho que «Jesucristo no se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón». Y ha añadido: «No nos cansemos de pedir perdón».

En los últimos años se ha ido difundiendo la idea de que no existe el bien y el mal, la verdad y la mentira, la gracia y el pecado. Más aún, se ha insistido machaconamente, que no existe el pecado, sobre todo el pecado grave; y, por tanto, que ya no hay que confesarse. Todos sabemos que esto no es verdad. A poca sinceridad que tengamos, hemos de reconocer que somos soberbios, que amamos desmesuradamente el dinero y la comodidad, que la lujuria nos vence, que justificamos lo injustificable, que tratamos mal al prójimo, que damos escándalo a los niños, que nos olvidamos mucho de Dios; y tantas cosas más. Reconozcamos esta realidad y pongamos remedio. El remedio es reconocerlo y pedirle perdón en la confesión.

La Pasión y Muerte de Jesucristo, que hemos proclamado hace unos momentos, no fue una Pasión y Muerte causada por la malicia de los dirigentes judíos, la cobardía de Pilatos y la superficialidad de un pueblo que se dejó manipular por sus autoridades. Ellos, ciertamente, tuvieron su parte de responsabilidad. Pero todos somos responsables, todos hemos llevado a la muerte a Jesucristo. Han sido nuestros pecados y los pecados de todos los hombres y mujeres del mundo los que han llevado a Jesucristo a entregar su vida para destruirlos y abrirnos las puertas del Paraíso. Los grandes protagonistas de la Pasión y Muerte del Señor fueron, por una parte, los pecados de los hombres; y, por otra, su inmenso amor. Al fin, fue más grande, muchísimo más grande que nuestra ingratitud y maldad, su amor por nosotros.

A lo largo de la Cuaresma hemos escuchado la voz maternal de nuestra madre la Iglesia que nos recordaba con insistencia y amor: «Han llegado los días de penitencia; expiemos nuestros pecados y salvaremos nuestras almas». Y esto otro: «Este es el tiempo favorable, este es el tiempo de salvación». No desoigamos esta voz de tan buena madre, que únicamente busca nuestro bien. No digamos ‘ya lo haré’, ‘ya me confesaré más tarde’. Recordemos lo que cantaba el poeta castellano: «¡Cuántas veces el Ángel me decía //: alma, asómate ahora a la ventana //, verás con cuanto amor llamar porfía! // Y cuántas, hermosura soberana, // mañana le abriremos respondía, // para lo mismo responder mañana».

Inicio del pontificado del papa Francisco

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Catedral – 19 marzo 2013

Hace un mes, nos reuníamos en la parroquia de san Lesmes para agradecer al Señor el inmenso regalo del Pontificado de Benedicto XVI. A la vez, queríamos acompañar a ese gran Pontífice en el momento en que dejaba el timón de la barca de Pedro en las manos del Espíritu Santo, para que eligiera otra persona con fuerzas físicas suficientes, para pilotarla en este momento de turbulencia en el mundo y en la Iglesia.

Hoy volvemos a reunirnos en la Iglesia-Madre, la Catedral, para agradecer al Espíritu Santo –junto con el Padre y el Hijo– un nuevo regalo: la elección del Papa Francisco como Pastor Supremo de su Iglesia y como Cabeza y fundamento visible de unidad. Gratias tibi, Deus, gratias tibi. Muchas gracias, muchísimas gracias, Señor, por el nuevo Vicario de Jesucristo en la Tierra.

Todos sabemos que la revelación concluyó con la muerte del último apóstol; es decir, las intervenciones –digamos ‘oficiales’– de Dios con los hombres. Pero esto no quiere decir que Dios se haya ausentado de la vida de los hombres y haya abandonado las riendas de la historia. No. Dios sigue realizando su obra de salvación y nos sigue hablando a través de personas y acontecimientos. A nosotros nos corresponde saber interpretarlos lo más claramente posible y actuar en consecuencia. Por ello, hoy tenemos que preguntarnos, a la luz de la Palabra de Dios, qué mensaje nos está enviando el Señor con la elección del nuevo Pontífice.

El cardenal Bergoglio no entraba en las quinielas de los llamados vaticanistas, ni en los cálculos que se hacían desde todas las tribunas televisivas y radiofónicas. Se podría decir que tampoco entraba en los cálculos de los fieles. Yo estaba en la Plaza de san Pedro en el crítico instante de salir la «fumata bianca», junto a una periodista alemana que era protestante y otras personas. Dialogábamos mientras llegaba el esperado «habemus Papam», sobre quién sería el nuevo Pontífice. Ninguno pensábamos en el arzobispo de Buenos Aires. Sin embargo, ha sido él el elegido por el Espíritu Santo.

Con ello, el Espíritu nos ha recordado que la historia la escribimos no sólo los hombres sino principalmente Dios. Él elige en cada momento el instrumento que considera más adecuado y le dota de todas las gracias que necesita para llevar adelante su misión. Lo hizo con Pedro y los demás apóstoles, y lo hace con cada uno de nosotros. ¡Ojalá que la presencia del Papa Francisco –que los medios de comunicación nos irán transmitiendo de modo permanente y en tiempo real–, sirva para recordarnos que detrás del fundamento y principio visible de la Iglesia está el verdadero fundamento y principio, aunque sea invisible: Jesucristo! Como recoge la escena de la Capilla de la Sucesión Apostólica, de la Conferencia Episcopal Española, Jesucristo es el que va al frente de la barca de los apóstoles y el que empuja los peces para que ellos puedan tener suceso en la faena de la pesca.

Junto a esta actitud de fe, de visión sobrenatural, la elección de un nuevo Papa ha de servir para que imitemos la actitud del Papa Benedicto XVI, y le manifestamos nuestra incondicional obediencia y reverencia. «Quien a vosotros recibe, a Mí me recibe; quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia». Estas palabras valen de modo especial para el que es Princeps pastorum, para que el que tiene la misión de guiar a los demás pastores y a los fieles por el camino que conduce hacia el encuentro definitivo con Dios, en la Patria del Cielo. Hagamos hoy el firme propósito de conocer su Magisterio, asumirlo con el corazón y con la cabeza, tratar de encarnarlo en nuestra vida y difundirlo con integridad y fidelidad.

A nadie se oculta que el Papa Francisco tiene ante sí grandes retos. Pienso en la renovación del clero y del pueblo, en la nueva evangelización, en la unión de los cristianos, en el diálogo interreligioso, en la defensa de la vida de los no nacidos y de los enfermos terminales, en la justa distribución de la riqueza, en la expansión de la fe en el continente asiático, especialmente en China, en la paz y en los injustos desequilibrios entre los países ricos y los países pobres, en la promoción de la mujer. ¡Demasiados problemas y demasiado grandes para que él solo pueda resolverlos!

Dios le encomienda a él esa tarea. Él tiene la responsabilidad primera y suprema. Pero todos estamos implicados, porque todos somos Iglesia. Todos formamos una comunión y todos, por tanto, somos corresponsables y hemos de comprometernos. Esta ha sido una de las grandes aportaciones del Concilio Vaticano II. La Iglesia no se identifica con la jerarquía ni se define a partir de la jerarquía. Lo decisivo es el Bautismo, que nos introduce en el Pueblo de Dios y en el Cuerpo Místico de Cristo. Luego vendrá la diversidad de ministerios: el Papa y los Obispos, los fieles laicos –hombres y mujeres– y los religiosos. Cada uno tenemos una función específica, que los demás han de reconocer, respetar, potenciar y acoger como un don propio. Nadie puede dejar de hacer lo que a él le corresponde.

Por eso, el nuevo Pontífice ha de contar con todos y cada uno de nosotros para realizar su tarea de presidir en la caridad. Todos y cada uno hemos de ser leales a la doctrina de Jesucristo, y fieles a nuestra vocación específica. Los sacerdotes, fieles a nuestro ministerio sagrado; los religiosos, fieles al carisma de su congregación o instituto; los laicos, fieles a su vocación de casados –que es la vocación de la mayoría de los cristianos– o fieles a su celibato y virginidad, si tienen la vocación de entrega apostólica en medio del mundo.

Hoy, queridos hermanos, es la fiesta de san José, Patrono de la Iglesia y de todos los papás. Esta mañana, el Papa ha celebrado la Misa del comienzo de su Pontificado y le ha propuesto como modelo a seguir. San José, nos ha dicho, llevó una vida de silencio, sencilla y sin hacer ruido. Pero con una total fidelidad a su vocación de custodio de la Virgen y de Jesús. Toda su vida no fue otra cosa que hacer lo que Dios le iba indicando en cada momento y situación; y hacerlo con bondad y espíritu de servicio. Nos ha recordado que san José fue grande porque convirtió su vida en un acto de servicio. Mirándole a él, entendemos mejor que «el verdadero poder es el servicio, el servicio a todos, especialmente a los más débiles y necesitados: los niños, los enfermos, los ancianos. Más aún, nos ha concretado que esos «pobres y pequeños» no son algo abstracto, sino personas concretas y cercanas a nosotros: los padres han de cuidar a sus hijos cuando son pequeños, los hijos han de cuidar a los padres cuando son mayores, los amigos han de cuidar a los amigos enfermos, todos hemos de cuidar a todos los necesitados que pasan junto a nosotros en el camino de la vida.

Antes de concluir quiero felicitar con todo cariño a los papás, aunque ya esté concluyendo el Día del Padre. ¡Que Dios os bendiga y proteja en vuestra irreemplazable misión de transmitir la fe a vuestros hijos! Quiero también recordarnos a todos: a vosotros y a mí, que el mayor regalo que podemos hacer hoy y en adelante al Papa es cumplir lo que nos ha pedido: «rezad por mí». Nos lo pidió en el momento de aparecer en el balcón de san Pedro; se lo pidió a los cardenales; se lo pidió a los fieles de la iglesia de santa Ana, donde celebró la misa; y nos lo ha pedido a todos en el momento de asumir oficialmente la Cátedra de Pedro. Recemos por el Papa, recemos mucho por su persona, por sus intenciones y por su ministerio. Hagamos de la Iglesia una iglesia que espera al Espíritu en un clima intenso y continuado de oración, bien unidos a la Madre de Jesús. Que sea realidad aquello de «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam»: vayamos todos a Cristo de la mano de María y de Pedro. Amén.

Apertura del encuentro de Villagarcía

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18 marzo 2013

De nuevo volvemos a encontrarnos en Villagarcía, que se ha convertido en cita obligada del peregrinaje pastoral de nuestras diócesis. Siguiendo el símil de los peregrinos de Santiago, a estas alturas de nuestro caminar, traemos la mochila bastante cargada. Los dos últimos paquetes que hemos metido en ella podrían llevar estos nombres: la Iniciación Cristiana y el Ejercicio de la caridad. Uno y otro son fruto de los tres años que hemos dedicado a cada uno de esos importantísimos temas en la vida de la Iglesia, en general, y de las nuestras, en particular.

Somos conscientes de que no hemos agotado estos temas y que no son asuntos que, una vez abordados, hay que olvidarse de ellos. Al contrario, la urgencia creciente de la nueva evangelización hace que cada día tengan más protagonismo los diversos itinerarios de Iniciación cristiana que ya hemos ido implantando en nuestra diócesis. La experiencia, en efecto, nos dice que está creciendo el número de los adultos y de los niños en edad escolar que no han recibido el Bautismo y comienzan a llamar a las puertas de nuestras parroquias para que les llevemos hasta el encuentro con Cristo mediante la fe, la conversión, y los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Sabemos también que el número de jóvenes y menos jóvenes que no están confirmados y no han hecho la primera comunión es muy numeroso. Sobre todo, es muy amplio el número de los que, habiendo recibido los sacramentos de la Iniciación y practicado la fe, se han ido alejando cada vez más de la práctica cristiana y hasta de la fe.

Todos estos colectivos forman parte de la viña a la que Dios nos llama para colaborar en su afán de salvar a todos los hombres. Baste pensar que el Papa ha creado con carácter estable el Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización y que ese es el tema que ha tratado el último Sínodo Ordinario de los obispos y será, sin duda, el tema sobre el que versará la anunciada exhortación postsinodal de Benedicto XVI.

Por ello, uno de los ejes de la presente Jornada es el de la Iniciación cristiana, aunque ahora contemplada desde la dimensión catequética.

Con el tema de la caridad sucede algo parecido. Como ha recordado el Vaticano II y el Magisterio posterior, especialmente el de Benedicto XVI, la caridad es uno de los tres ministerios esenciales de la vida de la Iglesia. De modo que, así como la Iglesia no puede existir sin el anuncio de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos, tampoco podría hacerlo sin el ministerio de la caridad. Eso explica que ya desde la era apostólica, la Iglesia haya salido siempre al encuentro de las necesidades de los hombres para darles una respuesta adecuada, según sus posibilidades. Han variado las formas, pero el objetivo ha sido siempre el mismo: remediar las necesidades materiales y espirituales tanto de sus propios hijos como de quienes llamaban a sus puertas pidiendo ayuda.

La agudeza de la crisis que estamos padeciendo en España está demostrando hasta qué punto esto es verdad. Y me refiero no sólo a la caridad cuantificable en recursos humanos y espirituales que se imparten a través de las Cáritas Parroquiales y Diocesanas, sino a esa otra caridad no cuantificable, que no sale en los periódicos ni en las encuestas sociológicas, sino que pasa completamente inadvertida, pero que es impresionante. Me refiero a la ayuda que las familias cristianas están aportando a sus miembros que se encuentran en paro, que sufren enfermedad permanente, que están padeciendo las heridas que infligen las separaciones, los divorcios y los abortos, y tantas, y tantas realidades dolorosas.

A toda esta problemática hemos dedicado también otros tres años. Como decía a propósito de la Iniciación, el tema de la Caridad lejos de pasar a un segundo plano en nuestra acción pastoral, debe estar cada vez más presente. Nuestra Jornada también se hace eco de ella, aunque sea de modo menos directo.

Hay una cuestión que no tiene menos importancia ni es menos urgente de ser abordada. Me refiero al de la ignorancia religiosa de nuestras comunidades. Los obispos y, más todavía, los sacerdotes, tenemos la experiencia de que esa costra se ha hecho mucho más espesa en los últimos años y que en este momento es alarmante. De hecho, Benedicto XVI ha hablado de «emergencia educativa». Si un día nuestro pueblo pudo recibir el nombre de «teólogo», porque era capaz de acoger, comprender y disfrutar los Autos Sacramentales de nuestros grandes autores, hoy ese pueblo, especialmente las generaciones más jóvenes, tiene una ignorancia casi completa de las verdades más fundamentales; con el agravante de que los modernos medios de comunicación, especialmente la televisión, no sólo no han ayudado a paliar esta deficiencia, sino que están sembrando el alma de nuestras gentes de ideas contrarias a la fe cristiana. Como sabemos, esta situación no es sólo de nuestra tierra o de España, sino algo muy extendido en todo el mundo, especialmente en el Occidental.

Todos los obispos y sacerdotes estamos preocupados por este tema, tan extremadamente grave. De hecho, fue esta preocupación la que llevó a los obispos que tomaron parte en el Sínodo Extraordinario de 1985, a pedir al Papa un Catecismo básico para toda la Iglesia, en el cual se incorporasen las doctrinas que se encontraban en los Catecismos de San Pío V, Ripalda y San Pío X, y entre ellas, las del Vaticano II. Ese Catecismo tenía que asumir también los nuevos modos de expresión que respondiesen mejor a las sensibilidades de nuestro tiempo.

El gran Papa, el Beato Juan Pablo II, dio cumplida respuesta en un tiempo récord. Pues, a los siete años de la petición de los obispos, promulgó el Catecismo de la Iglesia Católica. Dada la responsabilidad eclesial y competencia teológica del entonces Cardenal Ratzinger, a él le encargó el Papa la tarea. Él fue quien –ayudado por tantas personas cualificadas– sacó adelante el proyecto y puso a nuestra disposición un Catecismo acorde, en la materia y en el lenguaje, a las necesidades de nuestro tiempo. Como he dicho antes, en él se recoge la doctrina del Concilio Vaticano II y la Doctrina Social de la Iglesia, especialmente la de los últimos Pontífices.

El Papa actual, además de dirigir los trabajos del Catecismo y colaborar en el Vaticano II como teólogo del Cardenal Frings, después del Concilio ha estudiado a fondo los contenidos y la hermenéutica del Vaticano II. Nada más lógico que, al convocar el Año de la Fe para conmemorar los cincuenta años del comienzo de aquel magno acontecimiento eclesial, haya querido vincular a él la difusión y estudio del Catecismo de la Iglesia Católica. Como ha repetido en muchas ocasiones, la fe y la caridad van inseparablemente unidas y una y otra necesitan el firme apoyo de la doctrina. Sin este apoyo, la fe degeneraría en pietismo o en puro subjetivismo y sus frutos de vida cristiana serían escasos y superficiales.

Los obispos y sacerdotes de esta región del Duero hemos hecho nuestra la propuesta del Papa, tanto en lo que respecta a la celebración del Año de la Fe como al estudio y difusión del Catecismo de la Iglesia Católica. Se comprende bien que hayamos querido dedicar a él estas jornadas anuales de Villagarcía.

Las Jornadas girarán en torno a tres grandes núcleos. El primero expondrá la oportunidad del Catecismo de la Iglesia Católica en el momento histórico que nos toca vivir. El segundo contemplará la íntima relación que existe entre el Catecismo y la Iniciación Cristiana. El tercero, se centrará en los posibles usos pastorales del Catecismo hoy.

La metodología será la que suele ser habitual en nuestras reuniones pastorales, sectoriales o de conjunto: exposición de los temas, reflexión en grupos y puesta en común.

Sólo me resta recordarnos todos: obispos, presbíteros y agentes de pastoral que las Jornadas no son una iniciativa nuestra sino que el Espíritu está detrás de ellas. Os invito a que no olvidemos frecuentar su trato y pedirle su luz y su fuerza: luz para ver con claridad y fuerza para tomar las decisiones que sean necesarias. Acudamos también a la intercesión de Santa María, como Estrella de la Nueva Evangelización. De este modo, cuando volvamos a nuestras diócesis, nuestra mochila de peregrinación pastoral llevará un apetitoso paquete para compartirlo con los demás sacerdotes y agentes de Pastoral. Muchas gracias.

¿Un papa del Nuevo Mundo para un mundo nuevo?

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Cope – 17 marzo 2013

Una vez más el Espíritu ha vuelto a desconcertar a los opinadores y gurús de la opinión pública, incluidos los grandes vaticanistas. Ya lo hizo con Juan XXIII, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que tampoco entraban en las previsiones de los entendidos y luego no sólo salieron elegidos sino que fueron capaces de convocar un Concilio ecuménico, ganarse al mundo en treinta y tres días con una sonrisa o pasar a la historia con el apelativo

‘magno’, que eso hicieron los tres pontífices aludidos. Ahora tampoco entraba en las quinielas de papables el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio. Pero él ha sido el elegido por el Espíritu Santo.

¿Qué sorpresas nos tendrá reservadas ese Espíritu con el primer Papa de allende los océanos, al ponerle a pilotar la barca de Pedro en las aguas turbulentas de un mundo que agoniza y de otro que está naciendo? La historia lo irá descubriendo. De todos modos, no estaría mal recordar que el Beato Juan XXIII fue elegido con una edad similar a la de Francisco I y que, no obstante un pontificado que apenas duró un quinquenio, fue capaz de llevar a cabo el que luego ha sido calificado como el gran acontecimiento eclesial del siglo XX y será la luz que nos guíe en el siglo XXI. Demos, pues, tiempo al Espíritu Santo.

En cualquier caso, hay algo que ya es evidente: Francisco es el nuevo Vicario de Jesucristo en la tierra, el principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia, la Cabeza del Colegio de los Obispos, el Pastor de los demás Pastores y de las ovejas. Para quienes tenemos fe en Jesucristo, lo decisivo no son las cualidades humanas y espirituales que adornan a los Papas, sino la realidad de la que ellos son portadores: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, lo que tú ates y desates quedará atado y desatado por Dios», «apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas».

Hace unos días, el Papa emérito Benedicto XVI se despedía de la Iglesia con una confidencia muy íntima, en la que nos confiaba que nunca se había sentido solo, tanto en los momentos en que lucía el sol como en los que las olas se levantaban amenazadoras. Decía también que ese acompañamiento lo había sentido de modo especial durante los últimos tiempos, sobre todo por parte del pueblo llano y sencillo, del cual había recibido muchas cartas escritas como a un padre y a un hermano. Francisco tampoco se va a encontrar solo. Al contrario, estará muy acompañado por toda la Iglesia, especialmente por los cristianos sencillos y descomplicados. Durante los días precedentes al cónclave he hablado con mucha gente y he comprobado que toda la Iglesia estaba en oración. Tal es así, que para mí esa comunidad orante ha sido el gran elector del último cónclave. ¡Dios escucha y atiende al que le suplica con humildad y perseverancia! Esa cadena de oración va a continuar. Al menos, eso deseo para todos los que formamos parte de la Iglesia que peregrina en Burgos, tanto sacerdotes y religiosos como seglares. Hay que apiñarse en torno al nuevo Papa y darle todo nuestro cariño espiritual y humano y acoger su mensaje como venido de Jesucristo: «Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos».

El nuevo Papa pertenece al «Nuevo Mundo». Allí están la mitad de los católicos y, de alguna manera, allí está una buena representación de eso que llamamos «mundo en vías de desarrollo», con los muchos dramas de pobreza y marginación y, a la vez, pidiendo paso para ser primeros actores en la Iglesia y en el mundo. ¿Qué nos dirá el Espíritu a los católicos del primer mundo, ricos en bienes materiales pero necesitados de una fuerte sacudida espiritual que rompa tanto materialismo práctico y tanta ausencia de Dios en nuestras vidas? ¿Qué les dirá a los hombres y mujeres de Europa, que se debaten entre el relativismo, la insatisfacción y la crisis de valores fundamentales? Estemos atentos, porque el Espíritu Santo siempre es desconcertante.

Un aldabonazo a nuestra fe de creyentes

por administrador,

Cope – 10 marzo 2013

El próximo 19 de marzo, fiesta de san José, todas las diócesis de España celebran el Día del Seminario. Este año se ha elegido el lema «Sé de quien me he fiado» y, como imagen del cartel anunciador, la misma figura de Jesucristo que figura en la Capilla de la Sede de la Conferencia Episcopal. Esta imagen cerraba el video de la Campaña del año pasado. Al retomarla ahora se quiere recordar de nuevo a los jóvenes que seguir a Jesucristo, como sacerdote, no sólo no quita nada a la vida sino que la cambia en «algo apasionante» y que sacia los anhelos más exigentes de la libertad.

Eso explica que una encuesta realizada el año pasado sobre el contento o descontento que tienen los sacerdotes en España de su vocación, la inmensa mayoría decía que se sentía «muy feliz». Y, añadía que, caso de tener una segunda oportunidad de vivir, repetiría la misma opción. No se hacía una comparación con otros estados de vida, pero estoy seguro que el porcentaje de «muy felices» sería mucho menor.

El Papa Benedicto XVI lo advirtió en la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia, en 2005. Decía el Papa: «En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igual sin él. Pero al mismo tiempo existe un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos». Muchos siglos antes lo había certificado san Agustín desde su propia experiencia: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón no reposará hasta que descanse en Ti».

Cada sacerdote tiene también la experiencia de que no hay nada más hermoso que haber sido alcanzado, sorprendido por Jesucristo, y que no hay nada comparable con la tarea de ser «pescador de hombres». Incluso cuando la pesca tarda en llegar y aumentan las dificultades para la pesca. Porque en la barca de su vida va Jesucristo y, con él, la paz y la alegría. En nuestra diócesis se está haciendo palpable en el convento de Iesu Communio de la Aguilera. Quien se acerca allí, comprueba que aquellos dos centenares de chicas jóvenes desbordan alegría. Más aún, cuando ellas dan testimonio de su vocación, coinciden en que no eran felices cuando vivían lo que viven hoy tantos jóvenes, y que ha sido el descubrimiento de Jesucristo el que les ha dado sentido a su vida y la verdadera alegría.

¿Dónde y cómo descubrir hoy a Jesucristo? Cuenta el famoso sacerdote holandés y escritor de libros de espiritualidad H. J. Nouwen, esta anécdota personal. «En cierta ocasión, hace unos cuantos años, tuve la oportunidad de conocer a la Madre Teresa de Calcuta. En aquellos momentos me debatía yo con muchos problemas y decidí aprovechar la ocasión para pedir consejo a la madre Teresa. En cuanto nos sentamos, me puse a explicarle todos mis problemas y dificultades, tratando de convencerla de lo complicado que era todo ello. Cuando, al cabo de diez minutos de elaborada explicación, me callé al fin, la madre Teresa me miró y me dijo tranquilamente: ‘Bueno, cuando pase una hora al día, adorando al Señor y no haga nunca nada sabiendo que es malo…, estará usted bien».

Cuando pasemos todos los cristianos, incluidos los sacerdotes y religiosos, una hora de adoración cada día, volveremos a estar bien en vocaciones. Porque actualmente, la situación de nuestro seminario y de las casas de novicios y de formación religiosa están en situación preocupante. Es verdad que esto es común a la mayoría, incluso a las que han sido tradicionalmente muy vocacionales. Pero esto no es un consuelo. Al contrario, es un aldabonazo que interpela nuestra condición de creyentes y nos urge seguir pidiendo al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.